
Esta es una semana compleja para las comunidades migrantes, y por extensión, para nuestra convivencia nacional. Cuesta ver las noticias de la manifestación ocurrida este fin de semana en Iquique. Producen una pena indescriptible las imágenes repulsivas de compatriotas quemando coches de bebé y entonando cánticos contra los derechos humanos. Además, el 30 de septiembre se conmemoran 4 años de la violenta muerte de la ciudadana haitiana Joane Florvil a manos del Estado. En el año 2017 Joane fue apresada, maltratada y despojada de su hija por supuestamente abandonarla en el municipio; más tarde, se demostró que todo fue una interpretación apresurada (y discriminatoria) de parte de funcionarios/as que no se molestaron en buscar traducción.
Cabe preguntarse si estos mismos sucesos ocurrirían si hubiesen sido protagonizados, por ejemplo, por ciudadanos y ciudadanas francesas. O de Inglaterra, o Canadá. ¿Se habría ordenado el desalojo violento y la destrucción de las pertenencias de familias completas obligadas a vivir en la calle? ¿Se compensaría a su familia de Joane con míseros $250.000 por el trato discriminatorio por parte de los funcionarios municipales, que culminó en su muerte?
Partimos de un supuesto básico: las personas migran por necesidad, incluso por desesperación; no por pasatiempo. El impulso por preservar el bienestar familiar es de seguro la fuerza motriz más poderosa que existe. Y no se detendrá aunque se despliegue el ejército completo en los pasos fronterizos, ni aunque cavemos una zanja que nos separe de nuestros vecinos (como proponía delirantemente el candidato Kast hace algunos meses).
Sin embargo, quienes reconocemos el derecho humano a migrar, no podemos menospreciar el hecho que 3.000 compatriotas hayan acudido a marchar en respuesta a la convocatoria de grupos neonazis (con apoyo de autoridades de RN, de la UDI y del Partido Republicano). Cuando el fascismo logra convocar masas, no podemos limitarnos a rotular a todo el mundo de ignorante o simple y llanamente racista; debemos analizar que existen necesidades estructurales que el discurso de odio consigue movilizar.
Y el problema de fondo es que no tenemos una política migratoria coherente, lo cual ha significado que la actual ola migratoria nos tomó desprevenidos sin una estructura institucional capaz de recibirla de manera organizada. Prueba de ello es el colapso de los servicios básicos en la zona norte, y el pimponeo de culpas cruzadas entre los organismos del Estado.
Frente a este escenario, en vez de proponer medidas realistas frente al tema, la derecha responde con su opción privilegiada para resolver problemas sociales: la fuerza pública. Pero sin duda saben que impedir el flujo migratorio es tan real como pretender detener las olas del mar. Esta incongruencia demuestra que no tienen interés en resguardar una migración organizada y protegida, sino que utilizar políticamente la crisis migratoria para incitar discursos de odio que le aporten réditos políticos.
Parece claro que en 2019 el Presidente Piñera fue a Cúcuta a invitar a la población venezolana a nuestro país por motivos políticos y no humanitarios. Hoy les expulsa en medio de un cuidado show mediático que incluye hasta uniformes blancos de estilo carcelario para deshumanizar a quien los porta. Por otra parte, contra toda evidencia, en sus discursos públicos asocia la migración con la delincuencia, y se hace acompañar de las fuerzas del orden y Ministerio del Interior cada vez que trata el tema migratorio.
Más allá del odio, sí es posible abordar el fenómeno migratorio de manera organizada, en pos de facilitar una incorporación plena de las comunidades migrantes y el enriquecimiento mutuo entre nuestras culturas.
En el corto plazo, urge tener una nueva ley migratoria. La ley promulgada por el Presidente Piñera establece requisitos muy elevados para regularizar la situación migratoria, que en algunos casos son virtualmente imposibles de cumplir por problemas institucionales en los países de origen. Esto fuerza a las personas a mantenerse en una situación de irregularidad, lo que no contribuye en nada a desincentivar la migración, pero sí es muy beneficioso para el negocio de trata de personas y la economía informal, además de presionar los salarios a la baja al existir un grupo de la población dispuesto a emplearse al margen de las leyes laborales. En definitiva, facilitar la regularización beneficia a migrantes y locales.
En un plano más general, debemos abordar la migración con un enfoque de colaboración internacional multilateral. El actual flujo migratorio se produce porque existen desigualdades muy agudas dentro de la región latinoamericana que ya no podemos tolerar. En vez de promover las intervenciones extranjeras a otros países y desarticular los organismos de integración regional, contribuyamos al desarrollo humano de nuestras naciones. De la crisis global o salimos o nos hundimos en conjunto. No hay alternativa.